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Capítulo 1 - Quinto Curso

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Capítulo 1 - Quinto Curso

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Hacía falta mucho más que una buena escoba para quitar restos de carne pegada del mármol frío. Incluso las espátulas, que sonaban de forma estridente al frotarse contra la piedra, eran insuficientes para sacar trozos de piel que habían pasado unos minutos en contacto con el gélido material. Una mezcla de alcohol y azufre a la que se le prendía fuego hacía el trabajo de forma decente, aunque ponía en riesgo la vida de aquellos que la empleaban. No era como si la vida de un esclavo valiera mucho. 'Descastados'. Así es como se les llamaba. Antiguos estudiantes de la Akademia que, por un motivo u otro, habían tenido que abandonar sus estudios.

Curiosa filosofía que daba ilusiones a alguien de que puede llegar a lo más alto, y cuando no cumplía las expectativas de la sociedad o decidía rectificar, se le otorgaba un destino peor que la muerte. ¿Qué esperar de un sistema de castas bien estructurado por el que se perpetuaba la meritocracia? Relegaba a aquellos que erraban a ser esclavos o al exilio. A ser escoria.

Con la manufacturación de armas como seña de identidad de Muspellhurd, mucha gente cometía el error de querer apuntar a lo más alto, bien fuera por sueños propios o expectativas familiares. "Maestro Artificiero", un oficio soñado por encima del de Jarl o Conde, ¡Incluso por encima del Rey! ¿Quién no iba a querer armar a sus compatriotas para conquistar el mundo? ¿Quién no iba a querer pasar a la historia por forjar el arma más mortífera? En sus cabezas, todos eran el próximo Alvar Rökt.

Y para eso estaba la prestigiosa Svartväg Akademia, un lugar de estudio donde formarse para convertirse en un auténtico Maestro Artificiero. O morir en el intento.

— ¡¿Alguien ha visto a Suvi?!

Una figura masculina recorría apresuradamente la enfermería, ojeando cada uno de los camastros en busca de cierta persona. Tullido. Tullido. Muerto. Manco. Tuerto. A este le han arrancado la mandíbula. Muerto. Otro tullido. Pero ni rastro de la alumna que estaba intentando localizar.

Själ jadeaba mientras destapaba los cadáveres de los que antes habían sido sus compañeros, con los cristales de las gafas empañados por el contraste de temperatura y del esfuerzo. Su pelo cobrizo se recogía de forma imperfecta en una serie de trenzas adornadas con abalorios que se mecían en una cascada más allá de sus hombros, mientras sus ojos azules viajaban entre las facciones casi irreconocibles de algunos cuerpos, tratando de encontrar (o más bien no encontrar) algún símbolo característico de la castaña. Pero no había ni rastro de ella.

— ¿Acaso quieres que te ponga una amonestación? Fuera. Estás molestando. — Uno de los cirujanos lo apartó de mala manera, y se acercó a una chica que yacía atada en una de las camas para ponerle un paño en la boca.

Ella se retorció, intentando evitar que el médico aproximara el serrucho a lo que antes había sido su pierna y ahora era un amasijo de carne deforme a la altura de la rodilla. El sonido nauseabundo de la sierra cortando el hueso y la carne inundó la sala, sumado a la cacofonía de gritos que parecían no dar tregua.

Decenas de compañeros heridos y muertos llenaban las camas y los rincones de la enfermería. Llantos, lamentos, murmullos y sollozos pidiendo ayuda se agolpaban contra las paredes de la cámara, provocando que el eco los proyectara por toda la fortaleza. Tuvo que contener las ganas de vomitar, al menos hasta que un tirón lo sacó de su estado de shock.

Giró inmediatamente la cabeza para mirar hacia el origen del gesto, y allí encontró a una figura menuda y rechoncha: Alastra Yunquetemple. Si pudo reconocer a la enana fue por su complexión, porque desde luego era complicado distinguir rasgos entre tanta venda y tela manchada de sangre. Su pelo rubio se arremolinaba enredado, y el vello prominente de los lados de la cara estaba teñido de rojo carmesí. Aunque lo peor era su brazo. A la altura del codo de su mano derecha se formaba una masa de carne y huesos machacados con muy mala pinta. Själ abrió mucho los ojos y se acercó a su amiga, buscando la forma de ver qué podía hacer por ayudarla.

— Relájate... va a hacer falta mucho más que esto para pararme. ¡Mi tio era manco y llegó a ser jefe de clan! — Su risa resonó en la sala, contrastando con el ambiente general, aunque no tardó mucho en convertirse en una tos seca que alivió cuando el pelirrojo le ofreció un vaso de agua.

— ¿Qué ha pasado? ¿Cómo ha sucedido todo esto? ¿Has visto a Suvi? ¿Y a los demás? ¿Están todos...? 

Sus ojos viajaron por la sala y frunció los labios con un atisbo de duda y esperanza.

— Suvi corrió escaleras arriba. A Inka la vi entrar en la sala de balística con Flaria. Kalevi... — Enmudeció, bajando la mirada. — ...fue al primero que atacó. Yo... lo vi todo y no pude hacer nada. En cuestión de dos segundos la bestia había partido en dos al pobre Kal... Si tan solo yo-...

— No podrías haber hecho nada, Al. — Interrumpió el erudito, arrodillándose a su lado y tomándole la mano que aún tenía sana. Acarició esta intentando tranquilizarla, pero también buscando un confort propio que sanara la herida de perder a un amigo, al menos durante un segundo. — La suerte es que estemos los dos vivos para poder honrar y enterrar a nuestro amigo.

— O lo que queda de él.

O lo que queda de él. Repitió con tristeza, recordando al que había sido su compañero. El pobre Kalevi soñaba con unirse a la Escuela del Azufre, irónico que aquello que ansiaba cazar hubiera sido su verdugo. Un chaval bueno de corazón, fuerte y fornido, de padre minero. Quería sacar a su familia de la pobreza convirtiéndose en svöljaeger, cazador de monstruos, para también proteger a todo el mundo. Si bien no era el más brillante del grupo, nunca tiraba la toalla y nunca permitía que se cometieran injusticias.

"Sí, es que nací en la mina y el polvo del carbón se me quedó pegado." bromeaba cuando alguien destacaba su color de pelo tizón. Su piel siempre manchada y sucia era muy blanca, pero solo superada en claridad por su sonrisa. Kalevi era un gran amigo.

Unos pasos resonaron en la estancia, y la sala inmediatamente enmudeció. Själ alzó la mirada, encontrando a una figura robusta de gran tamaño, con brazos anchos como troncos y numerosas cadenas colgando de su cuello a modo de decoración. El pelo largo le llegaba hasta la cintura, trenzado en argollas de hierro forjado que debían de hacer que pesara una tonelada. La mujer vestía un delantal de cuero de draco encima de un conjunto sencillo de herrero. Aunque la simplicidad de la ropa era compensada por los innumerables brazaletes, colgantes, cinturones y pendientes que le daban un aspecto amenazador. "La Dama de Plomo", Fredrika Seppä, Decana de Forja y miembro de la Tríada de Azufre. Una de las máximas exponentes de la Akademia.

— Os recuerdo a los alumnos de quinto curso que mañana tenéis examen de Fabricación de Municiones.

El silencio era el principal protagonista del momento, más allá del tintineo de los metales que portaba la Decana. Un alumno herido se atrevió a romper la quietud, incorporándose de la camilla en donde estaba tumbado para mirar a la mujer a través de las vendas que cubrían su cabeza.

— Pero Decana Seppä... El profesor Mirk-...

— El profesor Mirkönen ha muerto, pero eso no significa que no podáis hacer el examen. Dejó la prueba hecha antes del incidente, así que un profesor sustituto se encargará de evaluarla. — Algún que otro murmullo se escuchó por lo bajo, pero nadie más volvió a cuestionar la decisión. La Dama de Plomo asintió, paseando sus iris oscuros por la sala.

Tras unos intensos segundos en donde se podía cortar el aire con un cuchillo, la mujer se dio la vuelta y salió de la estancia, seguida del tintineo de sus argollas y brazaletes. Inmediatamente, nuevos lamentos se volvieron a alzar entre los heridos, muchos de los cuales estaban más preocupados por la prueba académica que por su propia salud física. Y con razón.

Si por algo era conocida la Akademia, era por su letalidad. "Para sacar a un diamante, hace falta presión", decían muchos de los docentes para excusar su abuso de poder y las terribles condiciones en las que vivía el alumnado. La letalidad era tal que suspender una asignatura era motivo de expulsión. Y la expulsión conllevaba convertirte en un Descastado o en ser exiliado.

No permitían fracasos, no había sitio para el error. Excelencia, pero ¿a qué precio? Construían a los mejores Maestros Artificieros, pero solo el 3% acababa graduándose. El resto morían, eran exiliados o esclavizados. Una trampa mortal para jóvenes con sueños y aspiraciones que acababan convertidos en una sombra de lo que eran.

Själ se incorporó, estrechando una última vez la tosca y callosa mano de la enana. Ella le sonrió, dejando entrever su característica paleta partida.

— Anda, ve a buscarlas. Seguro que están bien. Con tu permiso, me quedaré aquí reposando un poco... Creo que me vendrá bien una siesta. — Otra forma que tenía de quitarle hierro a su situación y dejar entrever que necesitaba descansar.

— Cuídate. Pasaré luego a verte. — Dijo el pelirrojo, cabeceando.

Echó una última vez la mirada atrás, contabilizando el número de muertos. Tan solo en esa sala podía ver unos doce, más el número de heridos. Dioses... ¿Qué hemos hecho para merecer esto?, pensó. Agradecía haber tenido que abandonar la clase unos instantes antes del incidente. Como delegado, el profesor le había encargado dar un mensaje a los alumnos de cuarto. A saber si él seguiría con vida de no ser por su ausencia.

 

 


Estaba oscuro. Pero ese cubículo diminuto era seguro.

Al menos de momento.

No sabía cuánto tiempo había pasado desde que la masacre había empezado, lo cierto es que no importaba. Allí, en esa oscuridad, era inmortal. Solo se tenía a sí misma, su llanto y los recuerdos fugaces de vivencias pasadas. Sus manos se apretaban contra su boca desde hacía horas, conteniendo su respiración acelerada y unos quejidos que acompañaban a las lágrimas que le caían por las mejillas, todo con la esperanza de que ese monstruo no la encontrara a ella también.

Kalevi... lamentó, cerrando los ojos con aún más fuerza. Había visto lo que le había hecho a Kalevi de primera mano, ya que ella se sentaba en el pupitre contiguo. La sangre de su compañero aún manchaba su pelo, y podía asegurar que el olor de la muerte seguía impregnando el ambiente, como un miasma que se propagaba por la Akademia sin límite alguno.

En la presión de sus párpados, un recuerdo la asaltó.

Era una fría noche de invierno. Su casa. Su madre, tumbada acariciando su barriga de embarazada, mientras esperaba a su tercer hijo. Ella jugaba con su hermano mayor Pekka, que tendría por ese entonces unos nueve años. Lo recordaba perfectamente: tenía un precioso caballito de madera en las manos, que cabalgaba por las colinas imaginarias mientras perseguía al jabalí de ébano que su hermano manejaba con maestría. Las risas infantiles inundaban una habitación refinada, propia de una familia noble con un condado a su cargo.

Arald Eiriksson, conde del pueblo de Tuhka, había salido de última hora para disfrutar de una buena hidromiel para celebrar haber cerrado un trato con un pueblo vecino. Unas noticias fantásticas para los habitantes de la villa, que pronto disfrutarían de una mejor carretera para poder intercambiar víveres con sus vecinos de Ranniko. Arald era un conde duro, pero querido. Todos sabían que buscaba lo mejor para Tuhka, y por eso respetaban sus decisiones. Distaba mucho de su padre, un borracho mujeriego que había causado un declive en la reputación de la ciudad, dada la dejadez y abandono al que la había sometido.

 

 

 

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